La “ley del arrepentido” y la abolición del Estado de Derecho.

El regreso triunfal de Torquemada.

A partir de la sanción de la ley 27.304, se incorporó al Código Penal argentino la ampliación de la figura del “imputado arrepentido”. Se trata, según se señaló en el debate parlamentario de la norma, de brindar a los tribunales –jueces y fiscales– una herramienta eficaz para la investigación de delitos complejos, como narcotráfico, trata de personas y los derivados de la corrupción, entre otros.

Dicha ley dispone en su art. 1º una nueva redacción del art. 41 ter del CP, según la cual “las escalas penales podrán reducirse a las de la tentativa respecto de los partícipes o autores por algún delito (…) cuando durante la sustanciación del proceso del que sean parte, brinden información o datos precisos, comprobables y verosímiles”.

Para que tal beneficio sea posible, el “imputado arrepentido” deberá arribar a un “acuerdo de colaboración” con el Fiscal durante la investigación preparatoria, antes de la elevación a juicio, el cual deberá ser homologado por el Juez a cargo de la instrucción de la causa.

En ese caso, el art. 11º de la ley establece que “el acuerdo será incorporado al proceso, y la ejecución del beneficio se diferirá al momento del dictado de la sentencia de condena por el tribunal de juicio”.

Es decir, el beneficio previsto para la “delación premiada” del imputado arrepentido se materializa en la sentencia final dictada por el Tribunal de Juicio, reduciendo la escala penal del delito que se trate –y por ende la pena a fijarse– conforme lo previsto para la tentativa: disminuida de un tercio a la mitad respecto del delito consumado (art. 44 CP).

Hasta aquí lo dispuesto por la legislación vigente.

Tal instrumento puede ser objeto de discusión en relación a la pertinencia de que el Estado ofrezca “un premio” al autor o partícipe de un delito que colabora con la investigación, ayudando a esclarecer el ilícito, por caso delatando a sus cómplices. Se ha dicho que mediante este tipo de transacción, el Estado asegura “una porción de impunidad a uno” a cambio de evitar la impunidad total para otros.

Ello ha sido materia de un viejo –aunque vigente– debate entre garantistas-liberales y utilitaristas, que puede graficarse en las posturas antagónicas que sobre el tema sostuvieron Beccaria y Bentham.

Para el primero, en su De los delitos y de las penas, obra señera del derecho penal liberal moderno, la delación premiada resulta criticable en tanto implica que el Estado alienta y “autoriza la traición, detestable aún entre los malvados”. Se cuestiona que el poder público se “rebaje al barro”, en forma no ética, para perseguir un supuesto objetivo superior. El fin no justifica los medios.

Para el filósofo utilitarista inglés, en cambio, el premio de impunidad a los delatores resulta aceptable, ya que “la impunidad de uno solo es un mal menor que la de muchos”.

Más acá en el tiempo, en Derecho y razón, Ferrajoli apuntó su crítica al instituto de la delación premiada señalando agudamente que toda negociación entre juez e imputado es esencialmente desigual, por lo que se desvanecen todas las garantías penales y procesales, “dejando espacio a un poder enteramente dispositivo que desemboca inevitablemente en el arbitrio”.

Nuevamente, el fin no justifica los medios. Al menos para el Estado, que no debe adoptar conductas reñidas con el principio republicano de gobierno.

En esta clave de discusión “ius filosófica” pretenden inscribirse las consideraciones de algunos constitucionalistas argentinos que recientemente han opinado acerca de las bondades del instituto del arrepentido o delación premiada en el proceso penal, concretamente en la causa conocida como “de los cuadernos”.

Roberto Gargarella justifica la implementación de la figura como una “renovada herramienta”, eficaz para terminar con “la impunidad de los poderosos” –sin perjuicio de las dudosas cualidades de los funcionarios judiciales que circunstancialmente la aplican. En esa línea, celebra los resultados de la causa en curso, tachando –llamativamente– a las consideraciones que se oponen con argumentos fundados en las garantías constitucionales, de “oportunistas y cómplices” (http://www.revistaanfibia.com/ensayo/una-justificacion-del-arrepentido/).

En sentido análogo, Félix Lonigro destaca las bondades de la ley del arrepentido, remarcando que no hay nada de malo en proponerle un negocio a un imputado, ya que las garantías constitucionales –en el caso, principio de inocencia y prohibición de autoincriminación– son “disponibles”, pudiendo ser renunciadas por el imputado para obtener un beneficio –menor pena en la condena futura– (https://www.lanacion.com.ar/2170767-virtudes-ley-del- arrepentido).

En nuestro sistema, podemos encontrar huellas de tales conceptos en el instituto del juicio abreviado (art. 431bis CPPN), en el cual el imputado acuerda con el Fiscal y admite su culpabilidad a cambio de pactar una pena, probablemente menor a la que podría imponérsele en la sentencia luego del debate.

Tanto en el caso del juicio abreviado como en el del imputado arrepentido, el beneficio acordado legalmente al imputado se ejecuta y materializa en la condena que finaliza el proceso.

Inisistimos, puede cuestionarse la legitimidad y autoridad moral de un Estado que pacta impunidad –o menor punición– con presuntos delincuentes a fin de asegurar objetivos propios, actuando de modo pragmático aunque éticamente discutible.

Pero eso no es lo que aquí nos interesa subrayar, ni lo más preocupante.

Está produciéndose justo ahora en nuestro país un giro en las prácticas judiciales realmente grave para las garantías constitucionales, que, entendemos, viene a dinamitar las bases del proceso penal tal como lo conocemos.

El estreno de la ley del arrepentido en la causa conocida como “de los cuadernos” nos muestra una aplicación del instituto que, combinada con la prisión preventiva indiscriminada y arbitraria, resulta indudablemente extorsiva, así como violatoria de variados principios constitucionales en materia penal.

En el trámite público y televisado de dicha causa, en la que se investiga una presunta asociación ilícita relacionada con la obra pública y diversas defraudaciones al fisco, con decenas de empresarios y exfuncionarios detenidos, vemos que muchos de ellos poco menos que se atropellan por confesar sus delitos y acogerse a la figura del arrepentido, delatando a otros partícipes de tales fraudes.

Todos ellos imploran porque la información brindada sea del agrado del Fiscal, y el acuerdo de colaboración sea luego homologado por el Juez, ya que eso significa su salida inmediata de la detención a la que estaban confinados.

Por el contrario, quien no se “arrepiente” y confiesa, o bien quien brinda una información que no alcanza a conformar al Fiscal y al Juez, permanece detenido.

Es decir, se aplica la ley del arrepentido contra legem, violentando en forma flagrante su letra, haciéndole producir efectos ya no en la sentencia, como prevé la norma, sino en el inicio mismo de la investigación, cuando falta todavía mucho –varios años seguramente– para el posible juicio oral y eventual condena.

Si bien el beneficio previsto por la ley es una reducción de pena en la condena final, aquí se “conmuta” por –nada menos– la libertad durante el proceso. A quien se arrepiente y confiesa, colaborando con la investigación, se lo premia con la excarcelación o exención de prisión. A quien no “colabora”, se lo mantiene detenido y/o con prisión preventiva.

Cabe recordar que, por primacía del principio constitucional de inocencia, en nuestro sistema la privación de libertad durante el proceso y previo a la condena firme, resulta una medida cautelar excepcional y sólo se justifica por los llamados “riesgos procesales”: peligro de fuga o entorpecimiento de la investigación (art. 319 CPPN).

Vale decir que, en la aplicación tergiversada del instituto del arrepentido que venimos analizando, confesar el delito significa “colaborar con la investigación”, y por ende no entorpecerla, lo que amerita la libertad provisoria.

En cambio, no declarar contra sí mismo admitiéndose culpable, implica “no colaborar” con la investigación, sino entorpecerla. Sólo de este modo puede interpretarse que ello sólo sea motivo para justificar la detención –o el rechazo de la exención de prisión–.

Queda a la vista la gravedad del problema: si no “arrepentirse” y confesar el supuesto delito equivale directamente a entorpecer la investigación –y a justificar por ende la privación de libertad cautelar–, estamos frente a una violación lisa y llana de la prohibición de autoincriminación (art. 18 CN).

Si no son los riesgos procesales ciertos los que justifican una excepcional privación de libertad durante el proceso, sino la presunción iuris et de iuri de que un imputado que no confiesa un delito, está no-colaborando y entorpeciendo el accionar de la Justicia, nos encontramos ante la abolición de facto del principio de inocencia.

Si el “negocio” que propone el Estado a un imputado es admitirse culpable de un delito y delatar a sus cómplices, a cambio de mantener o recuperar la libertad durante el proceso; o de lo contrario pasar varios años preso preventivamente a la espera del juicio y sentencia donde se determine finalmente su eventual culpabilidad, más que un negocio estamos frente a una clara extorsión estatal.

No hay mucha distancia conceptual entre la aberrante práctica inquisitorial de arrancar una confesion mediante torturas, y hacerlo por el mecanismo descripto, mediante la amenaza concreta y directa de prisión inmediata, indefinida, sin sentencia, para quien no “colabore” confesando su supuesto delito.

Es más, podemos afirmar que esa privación de libertad cautelar sin condena, sin riesgos procesales ciertos, y sólo motivada por “no confesar”,constituye en sí misma un trato cruel, inhumano y degradante; un tormento, un modo de tortura.

Torquemada vive.

Rodrigo Ravetti
Abogado y Docente UBA
Comité de Acción Jurídica (CAJ)